sábado, 17 de octubre de 2015

I

Cuando los senderos se bifurcan para reencontrarse.
por Alec Mendoza
2015

Parte I:

Estaban por cumplirse cinco meses del desembarco de los Aliados en las playas de Normandía y la escena de un crimen anunciado había elegido a la Finca N° 6 de Hassan Sabry Street, en el exclusivo barrio residencial cairota de Zamalek , a pocos metros de los campos de polo y de cricket más importantes de África. La villa había sido ocupada hasta enero de 1943 por el Mariscal de campo Sir Archibald Wavell, Comandante en Jefe del Ejército Británico en el Medio Oriente, quién dejó su cargo al ser designado Virrey de la India. Según Artemis Cooper, autor de “El Cairo Durante la guerra”, la esposa de Wavell había "transformado la casa añadiendo puertas y paneles de roble, con muebles blancos que contrastaban con grandes jarrones llenos de flores, y una piscina digna de un emperador romano".

Si había una ciudad que durante gran parte de los siglos XIX y XX podría considerarse un atractivo y cautivante escenario para las amistades frágiles, amoríos inestables, intrigas económicas, traiciones políticas y militares, esa ciudad era El Cairo. Para este relato, es conveniente fragmentar un período de tanta riqueza en acontecimientos que se dilatan en el tiempo; el contexto era el siguiente:

En 1850 los dos imperios occidentales que dominaban eran Francia e Inglaterra. Ambas potencias duramente se disputaron en Egipto la construcción del Canal de Suez, que significaba el dominio de Asia y del Mediterráneo Oriental. Egipto había logrado su “independencia” en 1848, sería más preciso llamarla autonomía condicionada, tras los conflictos producidos entre el pashá Muhammad Alí y el sultán. El 30 de noviembre de 1854 ocurrió un hecho no previsto por los británicos, gracias a la amistad que Ferdinand Marie de Lesseps tuvo en su infancia con el Pasha Said (para aquel tiempo Virrey de Egipto). Lesseps acordó y firmó con Said una concesión del gobierno Egipcio para excavar, construir el canal y explotarlo durante 99 años. Los beneficios que daría, de acuerdo a la posesión de las acciones se repartirían durante los próximos 99 años de la siguiente manera: un 75% para la Compañía, un 15% para Egipto, y un 10% para los fundadores de La Compagnie Universelle du Canal Marítimo de Suez.

El segmento arbitrariamente elegido para nuestro relato se inicia en la tarde y noche del 17 de noviembre de 1869, cuando 6.000 personas a bordo de románticas embarcaciones surcaron el alto Nilo bajo una lluvia de flores y fuegos artificiales festejando desde el Puerto de Said la apertura del Canal del Suez; por fin las aguas del Mediterráneo se juntaron con las del Mar Rojo, una idea soñada desde los tiempos faraónicos. Luego de 10 años de trabajos el canal se hizo a pesar de la fuerte oposición inglesa. 

El Reino Unido había realizado infinidad de operaciones para impedir y luego demorar su construcción. Ese día de 1869 Francia tenía muchas razones para festejar; quedaban atrás más de 50 años soportando y venciendo las presiones, amenazas e ilusorias promesas británicas a Mohammed Ali para que se opusiera a la ejecución del proyecto, hasta que el Virrey se enfermó y perdió todo interés en la obra.

Hubo también impensados obstáculos económicos, políticos y de ingeniería que superar: en un principio la empresa sufrió graves problemas financieros y Pasha Said fue obligado, por la Compañía, a comprar el 44 por ciento del total de acciones de la empresa para mantenerla en funcionamiento; decisión que debilitó drásticamente las finanzas de Egipto. 

En ese entonces las más importantes sociedades científicas británicas, y algunas europeas todo hay que decirlo, aceptaban un antiguo estudio realizado en el año 1799 el cual afirmaba la existencia de una diferencia de 10 metros entre el nivel del Mar Mediterráneo y el del Mar Rojo y en consecuencia, sostenía, la imposibilidad de construir un canal entre ambas orillas; de tal supuesto se deducía que cualquier proyecto encaminado a tal magna obra resultaba absurdo.

A pesar del arraigo de esta creencia un grupo de 20 ingenieros franceses, los “Saint–Simoniens”, impulsados por Lesseps, crearon en Paris en 1846 una asociación para repensar la posibilidad de construir el canal.  No tardó tal grupo en dar frutos, al año siguiente el Ing. Bourdaloue probó que no había tal diferencia entre los niveles del Mar Rojo y el Mediterráneo y que todo se había debido a prejuicios, estudios basados en errores de cálculo y en la utilización de herramientas de medición obsoletas. El Ing. Linant de Bellefonds fue quién presentó el informe técnico final. Casualmente, ese informe fue ignorado en el mundo académico durante algunos años.

Como dijimos las acciones que “La Compañía” no pudo colocar en el mercado tuvo que comprarlas el gobierno egipcio de Pasha Said. Además Napoleón III tuvo que intervenir políticamente en varias ocasiones para neutralizar maniobras diplomáticas de los anglos y sus cuestionamientos técnicos. Francia formó una Comisión Internacional, en marzo de 1864, con la decisión de preparar la obra y en tres años, contra los pronósticos agoreros, se completó el canal.

El gobierno egipcio quedaba obligado a financiar gran parte de la construcción de este proyecto de ingeniería, al que ellos llamaban “Qana al Suways” y también a proveer su mano de obra: millón y medio de campesinos humildes (fellahs) obligados por la fuerza desde todas las regiones de Egipto; al principio no se disponía de maquinaria y todo tenía que hacerse a mano en el marco de un clima insalubre y las duras condiciones de vida; no resulta extraño, entonces, que durante la construcción más de 125.000 trabajadores perdieron su vida. Más tarde el trabajo se aceleró con la introducción de las nuevas dragas y máquinas excavadoras especialmente diseñadas, que alcanzaban rendimientos desconocidos hasta esa época; en algo más de dos años se excavaron alrededor de 50 millones de metros cúbicos de los 75 millones necesarios para completar la obra. 

En aquella noche del 17 de noviembre de 1869 Eugenia, la emperatriz de Francia (la hermosa Eugenia de Montijo), esposa de Napoleón III, lucía esplendorosa en el palco real del Teatro de la Ópera del Jedive en El Cairo, sentada junto al emperador de Austria y el príncipe de Gales, rodeada por los príncipes de Prusia, y de los Países Bajos; acompañada en la sala por lo más granado de la nobleza europea mientras esperaban disfrutar el estreno de “Aída”, la ópera del genial Giuseppe Verdi, quién varios años antes había sido contratado para tal inauguración. “Aída” era el enigmático nombre femenino que, en árabe, significaba “la visitante” o “la que regresa”. La Grand Opera encargada se presentó con espectacularidad y notable despliegue escénico, muchos coros y escenas cambiantes con efectos especiales ¡Fue grandioso! Sin olvidar que el vestuario y la puesta en escena fueron diseñados por el admirado, en la época, Auguste Mariette

Giuseppe Verdi recibió el total de la contraprestación del contrato celebrado pero se negó a estar presente al estreno de su obra en El Cairo. Verdi se molestó por el hecho de que la audiencia estuviera formada exclusivamente por miembros de la nobleza, políticos, diplomáticos, militares y críticos sin lugar para los auténticos  amantes del “Bel canto” y los fieles miembros del público aficionado; sostuvo, luego, que el estreno real, el auténtico, de su “Aída” recién se dio el 8 de febrero de 1872 en el Teatro de La Scala de Milán.

En aquellos días de 1944 en la Finca N° 6 de la calle Hassan Sabry de El Cairo no había ningún emperador romano, sólo vivía allí un distinguido Ministro británico y muy amigo del Primer Ministro. Además era el heredero de la gran empresa familiar de cerveza Guiness, lo acompañaban su esposa y el personal de servicio de la señorial casa.


En El Cairo, en un famoso club nocturno, una bella joven  bailaba abrazando cálidamente a un oficial del ejército británico, en un momento, acercó su boca al oído del oficial y le habló en voz baja. Era una escena común en los lugares de diversión y ninguna de las otras parejas que estaban bailando y bebiendo escuchó las confidencias de los aparentes enamorados. La chica era un agente del Shai, (el servicio secreto de inteligencia de la Haganá, su jefe era  Reuven Zaslani alias “Siloé”, quién sólo recibía órdenes de Ben Gurion), y él oficial era el mayor A.W. Samson, director de seguridad y agente de inteligencia en tiempos de guerra en el Cairo, (se supone que “Samson” no era su verdadero nombre). 

Susurró la joven: "Se sabe que habrá en el futuro cercano un asesinato político aquí, en Egipto, en El Cairo.  La víctima no será un egipcio, pero va a ser una persona muy importante. Yo no te puedo decir nada más que eso”.  Samson, sin exteriorizar su inquietud pidió más detalles pero solo escuchó la voz de su compañera que le repitió: “no puedo decirte  nada más”; y continuaron bailando como si nada. 

Es conveniente recordar que en 1858 la India se había convertido en colonia británica y a principios de 1860, todas las posesiones de la Compañía Británica de las Indias Orientales la “Honourable East India Company”  pasaron a manos de la corona. Inglaterra, que se había opuesto sistemáticamente a la construcción del canal, cambió de tercio y desde que vio la luz ansiaba poseerlo, y al cabo de seis años después de su inauguración se le presentó la oportunidad. En 1875, el Virreinato de Egipto padecía a causa de la brutal deuda externa del país; los agentes británicos en El Cairo fueron los primeros en enterarse que Ismail Pasha estaba dispuesto a vender las acciones egipcias forzosamente adquiridas; sumaban poco más del 40% del total accionario. Por otra parte, en el mundo financiero europeo se rumoreaba que los inversores británicos ya eran poseedores aproximadamente de un 12% de las acciones de la Compañía.
En una oportuna y vertiginosa decisión Benjamin Disraelí, el brillante Primer ministro británico, utilizando su condición de amigo especial y confidente favorito de la Reina Victoria la convenció de la necesidad de comprar el paquete accionario egipcio y así tomar el control sobre la ruta hacia la India Británica, la colonia más rica del Imperio asegurando al Reino Unido una posición de enorme ventaja en la nueva era de disputas coloniales. Disraeli rápidamente obtuvo un préstamo de la Casa Banquera Rothschild, de 4.000.000 de libras esterlinas, y así compró las acciones egipcias. 


El control financiero del Canal de Suez se compartía con Francia, pero las tropas del Reino Unido ocuparon Egipto en 1882, ante unos disturbios que ocurrieron en Alejandría; los británicos con la excusa de proteger a sus súbditos, en septiembre de ese año, invadieron Egipto y en la batalla de Tel el Kebir derrotaron a las fuerzas de Ahmad Arabi. El Tratado de Constantinopla de 1888 declaró al canal “zona neutral” bajo protección británica, y así antes de que terminara el siglo Inglaterra había añadido a su imperio la conquista militar y política de Egipto. Los Ministros residentes británicos pasaron a la condición de administradores del país aunque el territorio de manera formal siguió bajo soberanía turca. La nueva situación consolidaba la expansión británica y la preparaba para los desafíos del futuro; las compañías extranjeras ya establecidas no modificaron su situación, gracias a las «capitulaciones» que el Sultán se había visto obligado a firmar con diferentes gobiernos europeos.


(Continúa)

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